10 de marzo: El Día del Señor

La Misa de hoy nos recuerda (y nos invita a celebrar) que la Cruz de Cristo es el signo por excelencia del amor de Dios. Es ese amor el que ha cambiado totalmente el significado de ese signo de muerte para hacer de él un signo de vida (Juan 3,14-21). La Cruz no es el signo de una condena, aunque Jesús haya sido condenado a muerte. Dios no ha enviado a Jesús para condenar al mundo sino para salvarlo. Tan sólo el amor salva. Jesús es al mismo tiempo el Salvador y la salvación. Salvarse significa incorporarse, mediante la fe, a Cristo muerto y Resucitado.

En esta cultura nuestra, en el que desaparece la gratuidad y el don, el amor lo tiene difícil. Tan sólo la contemplación del Crucificado, levantado sobre la tierra, con los brazos abiertos, deseoso de abrazarnos, puede provocar en nosotros una respuesta de amor. Un amor que sin duda hay que educar y cultivar para que no se quede en puro sentimentalismo como cuando vemos en la televisión la entrega generosa de tantas personas. Nos conmovemos unos instantes y volvemos a nuestros intereses. Que la celebración de la Eucaristía hoy nos lleve a vivir el amor de Dios que nos perdona, que nos ofrece la vida sin fin, y que nos hace testigos de su amor en el mundo.

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