26 de marzo: Aflicción y Consuelo

Especialmente durante este tiempo Cuaresmal, estamos invitados a reflexionar sobre las obras de misericordia. No podemos ignorar el desencanto y la tristeza que afectan cada vez más a tantas personas de nuestro entorno. Las causas son las de siempre, las propias de los tiempos que vivimos: contrariedades, frustraciones, sufrimientos físicos o morales. Hoy podemos añadir: perder el gusto de vivir, debilidades psicológicas a causa del virus y a causa del estrés o de la falta de trabajo, de valoración personal, y del sentido de cada momento de la vida. Todo lo cual crea una aflicción que invade el corazón y la mente.

¿Cómo podemos consolar a los afligidos? Consolar requiere acercarse a la persona afligida y ayudarla a recuperar la autoestima, la confianza en los demás, y la esperanza en su futuro, haciéndole ver que la situación por la que pasan es temporal y superable. Pero, ¿qué garantía podemos ofrecer? ¿Qué podemos decir cuando se trata de hechos dramáticos? Llegados a este punto, hemos de fijar la mirada en Jesús, hemos de descubrir su actitud hacia los afligidos que aparecen en las narraciones evangélicas.

Por ejemplo, Jesús, en la sinagoga de Nazaret, su pueblo, con un texto del profeta Isaías recuerda su misión: “El Señor me ha ungido. Me ha enviado para dar la buena noticia a los pobres, para curar los corazones desgarrados, proclamar la amnistía a los cautivos y a los prisioneros la libertad.” (Isaias 61, 1-2)

La Cuaresma nos ha dicho repetidamente que hemos de ofrecer el fundamento del auténtico consuelo, mejor aún, ofrecer aquel que puede consolar: Dios, con Jesús, sufre con los que sufren. Podemos continuar en pedir aquellos dones que Jesús ofrece y que son consuelo y esperanza. Podemos mostrar con palabras y gestos adecuados que manifiesten la voluntad sincera de acompañar a los demás en su proceso para que recuperen la autoestima, la confianza en ellos mismos, y en los demás, y la esperanza. Podemos ayudar a los demás a descubrir los hechos y, al mismo tiempo, las actitudes más positivas y valiosas de su vida. La experiencia del propio dolor —bien asumido— resulta de una gran ayuda para desarrollar un “radar” especial que detecte quien sufre, y urja a acercársele. Intentémoslo en nombre de Jesús y con su ayuda.

Que nuestra fe en Jesús, el Señor, sea firme e inquebrantable. Sabemos muy bien lo mucho que Él ha hecho por nosotros, cómo aguantó la contradicción, cómo sufrió, y murió por nosotros. Él, el Hijo amado de Dios hecho hombre, nos ha hecho hijos e hijas del Padre. Por eso, con gozo recibimos ahora su gracia y su ayuda.

Oremos. “Padre, concédenos asemejarnos a tu Hijo y haz que, así como naturalmente llevamos en nosotros la imagen del hombre terreno, por la gracia de la santificación, llevemos también la imagen del hombre celestial. Por Jesucristo, nuestro Señor. Amén.”

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