3 de noviembre: El Mes de los Difuntos

Para muchas personas (nosotros, por ejemplo), todo el mes de noviembre es un tiempo dedicado a la conmemoración de todos los fieles difuntos. En el hemisferio norte estamos en el corazón del otoño. La naturaleza vive su propia “muerte.” Todo (la luz solar, las hojas de los árboles) va muriendo lentamente. Podríamos decir que el otoño es una metáfora (o símbolo) de ese morir lento que nos acompaña a todos. Desde que nacemos estamos ya listos para morir.

Cada año, cuando llega este mes, se abre otra vez la caja de los recuerdos. De ella sacamos los rostros y los nombres de todos aquellos seres humanos que han estado vinculados a nosotros.

Algunas personas viven este tiempo con gran tristeza. Si pudieran, evitarían toda conmemoración. No pueden soportar el recuerdo o el dolor de la separación. Otras, por el contrario, superada la fase de desgarro, viven estos días con mucha serenidad, como un ejercicio de “comunión espiritual” con los que han desaparecido físicamente pero “viven en el Señor.” Más allá de nuestra manera personal de evocar a los seres queridos que ya han muerto, ¿cuál es el sentido católico de este mes? ¿Qué luz nos viene de la Palabra de Dios? ¿Podemos vivirlo como un mes de acción de gracias y de petición?

Nuestra fe nos recuerda que, para cada ser humano, Jesús ha preparado un lugar junto a Dios. La muerte no es, por tanto, el ocaso de la vida, sino la puerta de acceso al encuentro definitivo con Dios, a la vida plena.

Oremos. “Oh Dios de Vida, te damos gracias por la certeza que nos das de que los muertos están en tus manos y que nosotros estamos llamados y destinados a la vida eterna, gracias a tu Hijo Resucitado. No permitas que se inquiete nuestro corazón, y reúnenos un día con gozo con todos los que hemos conocido y amado. Llévanos a todos hacia ti por medio de Aquél que es nuestro camino, Jesucristo nuestro Señor. Amén.”

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Celebramos hoy la Fiesta de San Martin de Porres. ¡Son misteriosos los caminos del Señor! Las leyes de aquel entonces le impedían ser religioso por el color y por la raza, por lo que Martín de Porres ingresó como Donado, pero él se entrega a Dios y su vida está presidida por el servicio, la humildad, la obediencia, y un amor sin medida. San Martín tiene un sueño que Dios le desbarata: “Pasar desapercibido y ser el último.” Su anhelo más profundo siempre es de seguir a Jesús. Se le confía la limpieza de la casa; por lo que la escoba será, con la Cruz, la gran compañera de su vida.

Su muerte causó profunda conmoción en la ciudad de Lima, Perú. Había sido el hermano y enfermero de todos, singularmente de los más pobres. Todos se disputaban por conseguir alguna reliquia. Toda la ciudad le dio el último adiós. Su culto se ha extendido prodigiosamente. Gregorio XVI lo declaró Beato en 1837. Fue canonizado por Juan XXIII en 1962. Recordaba el Papa, en la homilía de la canonización, las devociones en que se había distinguido el nuevo Santo: su profunda humildad que le hacía considerar a todos superiores a él, su celo apostólico, y sus continuos desvelos por atender a enfermos y necesitados, lo que le valió, por parte de todo el pueblo, el hermoso apelativo de “Martín de la caridad.”

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