2 de julio: El Día del Señor

El Evangelio de la Misa de hoy (Mateo 10, 26-33) se inserta dentro del “discurso Apostólico” en que Jesucristo envía a los suyos a predicar el Reino de Dios. Tras desconcertarnos aseverando venir a prender fuego en la tierra, nos aturde con unas afirmaciones sobre el amor a los padres y termina diciendo que quien acoge a uno de sus enviados le acoge a Él.

Jesús envía a sus Apóstoles a predicar y les dice que cuando son acogidos en tanto que Apóstoles de Cristo, si les reciben bien por ser justos, en realidad están recibiendo a quien les ha enviado, al mismo Cristo.

En nuestros días es frecuente escuchar que la fe y la esperanza tienen efectos positivos a nivel psicosocial. Más de un estudio avala la tesis. Es cierto, también, que llevar una vida caritativa alejada del odio y el rencor, siguiendo las líneas básicas que nos marca el Evangelio, redunda ya en esta vida en mayor bienestar propio y ajeno. Siendo todo eso cierto, el creyente no practica la caridad, no cree en Dios, ni pone su esperanza en la salvación prometida por ninguno de esos efectos, aunque sean subproductos de su seguimiento de Cristo. Para nosotros la propia meta y recompensa es: estar con Cristo. El camino es Cristo mismo. Él mismo nos anima y vigoriza. En Él amamos, creemos y esperamos.

Oremos. “Oh Dios, que en la nueva alianza instituida por Cristo continúas formándote, sin distinción de razas ni fronteras, un pueblo que tu Espíritu Santo congrega en la unidad, haz que tu Iglesia, fiel a la misión que le confiaste, comparta siempre, por intercesión de los Apóstoles, las alegrías y las esperanzas de la humanidad y sea fermento que atraiga a todos los seres humanos a Cristo para que se reconozcan como hijos e hijas tuyos. Por Jesucristo nuestro Señor. Amén.”

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