17 de diciembre: El Día del Señor

Los grandes movimientos religiosos han nacido casi siempre en el desierto. Son los hombres y las mujeres del silencio y la soledad los que al ver la luz, pueden convertirse en maestros y guías de la humanidad. En el desierto no es posible lo superfluo. En el silencio sólo se escuchan las preguntas esenciales. En el desierto sólo sobrevive quien se alimenta de lo interior.

En el Evangelio de San Juan (capítulo 1, por ejemplo), San Juan el Bautista queda reducido a lo esencial. No es el Mesías, ni Elías vuelto a la vida, no es el profeta. Es “una voz que grita en el desierto.” No tiene poder político, no posee título religioso alguno. No habla desde el Templo o la sinagoga. Su voz no nace de la estrategia política ni de los intereses religiosos. Viene de lo que escucha el ser humano cuando ahonda en lo esencial. El presentimiento del Bautista se puede resumir así: “Hay algo más grande, más digno y esperanzador que lo que estamos viviendo. Nuestra vida ha de cambiar de raíz.”

En medio del desierto de la vida moderna podemos encontrarnos con personas que irradian sabiduría y dignidad pues no viven de lo superfluo. Gente sencilla entrañablemente humana. No pronuncian muchas palabras. Es su vida la que habla. Ellos nos invitan, como el Bautista, a dejarnos “bautizar,” a sumergirnos en una vida diferente, recibir un nuevo nombre, “renacer” para no sentirnos producto de esta sociedad ni hijos del ambiente, sino hijos queridos e hijas queridas de Dios.

Oremos. “Dios nuestro, que contemplas a tu pueblo esperando fervorosamente la fiesta del nacimiento de tu Hijo, concédenos poder alcanzar la dicha que nos trae la salvación y celebrarla siempre, con la solemnidad de nuestras ofrendas y con vivísima alegría. Por nuestro Señor Jesucristo, tu Hijo, que vive y reina contigo en la unidad del Espíritu Santo y es Dios por los siglos de los siglos. Amén.”

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