29 de enero: El Día del Señor

Desde su origen, el domingo ha sido para los cristianos el día de la alegría. Día en el que ha de crecer nuestra esperanza. Así exhorta ya la Didascalia de los Apóstoles en el siglo II: “Estén siempre alegres el domingo, pues quien se aflige el día del domingo comete pecado.”

Esta alegría dominical no es sólo fiesta externa, sino gozo interior profundo de quien ha descubierto en Cristo el sentido de la existencia y la salvación. No se trata simplemente de obedecer a una ley que nos prohíbe trabajar ese día para permitir así a nuestro organismo recuperar las fuerzas que necesita.

El descanso dominical significa y nos recuerda el fin último de nuestra vida. No hemos nacido para trabajar eternamente sino para disfrutar. No estamos hechos para sufrir sino para gozar. El fin último de todo lo que hacemos es entrar un día en el descanso gozoso de Dios.

El domingo nos permite tener tiempo para lo importante. Tiempo para meditar, para descansar, para dialogar, para rezar. Tiempo para Dios, tiempo para la amistad y la celebración.

Para observar la fiesta dominical fielmente no basta aprender a divertirse o relajarse. Necesitamos recuperar la actitud religiosa, la apertura al Creador, la fe en nuestra Resurrección. Sólo entonces sabremos celebrar el domingo de otra manera y salir de casa a saborear la vida con mayor hondura, a encontrar a los amigos con más sosiego, a disfrutar la naturaleza con más intensidad, y a dar gracias a Dios plenamente.

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El Cuarto Domingo del Tiempo Ordinario: El mensaje de hoy, las Bienaventuranzas, es quizás la página más desconcertante, provocativa, y desafiante de la Buena Noticia, del Evangelio de Jesucristo. Mateo 5, 1-12 (llamado “Sermón de la Montaña”) es justamente el corazón del mismo Evangelio. Los ricos, los soberbios, y los poderosos se sienten autosatisfechos: tienen lo que quieren. Pero se encuentran peligrosamente encerrados en sí mismos y en todo lo que tienen. Se alaba a los pobres y a los que sufren, no porque posean poco o nada, o porque sean perseguidos, sino porque los pobres y humildes, los bondadosos y los que lloran, son conscientes de que no tienen nada más que a sí mismos para dar, y por eso son gente que espera, confiando totalmente en Dios y en los hermanos y hermanas. Contémonos entre esos felices y dichosos.

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