Decía Santo Tomás Aquino que él había aprendido más arrodillándose delante del Crucifijo, que en la lectura de los libros. Su secretario afirmaba que la admirable ciencia de Santo Tomás provenía más de sus oraciones que de su ingenio. Santo Tomás rezaba mucho y con gran fervor para que Dios le iluminara y le hiciera conocer las verdades que debía explicar al pueblo.
Su humildad: cumplía exactamente aquel consejo de San Pablo: “Consideren superiores a los demás.” Siempre consideraba que los otros eran mejores que él. Aun en las más acaloradas discusiones exponía sus ideas con total calma; jamás se dejó llevar por la cólera aunque los adversarios lo ofendieran fuertemente y nunca se le oyó decir alguna cosa que pudiera ofender a alguno. Su lema en el trato era aquel mandato de Jesús: “Todo lo que ustedes desearían de los demás, háganlo con ellos.”
Oremos. “¡Oh Santo Tomás, transpórtanos a la contemplación de las cosas celestiales, tú que fuiste maestro soberano de los sagrados misterios. Para que nos hagamos dignos de las promesas de Jesucristo. Ruega por nosotros. Amén.”