26 de abril: El Sufrimiento

Si tenemos un Buen Pastor que nos cuida, nos fortalezca, y nos ama tanto … ¿dónde está Dios cuando sufrimos? A veces, Él está a nuestro lado – caminando con nosotros. Otras veces, atrás – empujándonos. Y otras veces, enfrente – guiándonos.

Hemos estado celebrando, durante de la temporada Pascual, que Jesucristo inaugura un pacto nuevo entre Dios y nosotros. Su Evangelio es buena noticia siempre, y especialmente en el sufrimiento. Sólo con la óptica de la fe cabe contemplar al dolor, no como a un enemigo, sino como la posibilidad terrible, pero siempre útil, de despertar a nuestra verdadera condición y, ante Dios, restaurar la plenitud de nuestra vocación más propia. Consecuencia inmediata de la percepción del sufrimiento a la luz del Evangelio es su valor para enseñarnos: “Sin sufrimiento no hay sabiduría.”

Del sufrimiento, se dice en inglés, podemos salir “bitter o better,” amargados o mejorados, perfeccionados en nuestro ser. En medio de una sociedad como la nuestra, muchos conciben el dolor como “mal-en-sí-mismo” y huye de él a cualquier precio, no está de más recordar que el sufrimiento despierta al hombre de su acomodo y le fuerza a poner en juego lo más propio y oculto de sí.

En definitiva, sólo quien sufre se halla en verdadera disposición de compadecerse del dolor ajeno. Del mismo modo que Jesús: “Pues no tenemos un sumo sacerdote incapaz de compadecerse de nuestras debilidades.” (Hebreos 4,15). Del mismo modo que el Buen Samaritano, hombre curtido en sufrimiento y desprecios: “Sólo se compadece el que padece: un Samaritano, un despreciado, en suma, uno que sufre. Sólo el que ha sufrido puede conmoverse, porque, de alguna manera, al presenciar el dolor revive su propio sufrimiento.” (San Agustín) Esa compasión no siempre puede aportar soluciones concretas, pero, a menudo, tampoco el sufriente las necesita; reclama sobre todo simpatía, cercanía a su dolor.

El creyente sabe también que la esperanza de superación definitiva del sufrimiento sólo es posible a la luz del Evangelio. La victoria final debe tener, por tanto, una dimensión universal que restituya el equilibrio de toda la creación. Esa victoria ha sido ya anticipada en la Resurrección de Jesucristo, y verá su perfección, no en la historia, sino al final de la historia. Entonces Dios “enjugará las lágrimas de sus ojos y no habrá más muerte, ni luto, ni llanto, ni pena, porque el primer mundo ha desaparecido.” (Apocalipsis 21,4)

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