26-27 de septiembre: Preparándonos Para Celebrar La Misa

Cristo es el Señor. El himno que San Pablo nos ofrece en su Carta a los Filipenses (2,1-11) es uno de los textos fundamentales en la elaboración de “la cristología.” En este himno, el centro en torno al cual gira la reflexión es la frase final: Jesucristo es Señor.

En la traducción griega de los libros del Antiguo Testamento, el nombre inefable con el cual Dios se reveló a Moisés (cf. Ex 3, 14), Yahweh, es traducido por Kyrios [“Señor”]. Señor se convierte desde entonces en el nombre más habitual para designar la divinidad misma del Dios de Israel. El Nuevo Testamento utiliza en este sentido fuerte el título “Señor” para el Padre, pero lo emplea también, y aquí está la novedad, para Jesús reconociéndolo como Dios (cf. 1 Colosenses 2,8 y el Catecismo de la Iglesia Católica 446). Así pues, el himno de Filipenses 2 indica claramente la perfecta divinidad y la perfecta humanidad de Cristo. Pues bien, Él, a pesar de su condición divina, no hizo alarde de su categoría de Dios.

En este himno no se habla de los discursos del Señor, de sus enseñanzas, sino de sus obras: se despojó, tomó la condición de esclavo, y se sometió incluso a la muerte. Él nos enseña el camino que debe seguir el cristiano: el camino de la obediencia a los planes divinos, el camino de la humildad, y el camino del cumplimiento de la voluntad de Dios en las obras, no solo en las palabras.

Aquí admiramos el poder de Cristo: un poder muy distinto del humano que desea imponer y hacer la propia voluntad. El poder de Cristo es el poder de la obediencia al Padre, es el poder el amor y de la verdad, y es el poder del que sirve y da la vida por los amigos. Cristo es Señor. Él tiene el nombre sobre todo nombre, y ésta es nuestra esperanza. Podemos esperar en el poder de Dios  ̶  un poder que actúa en este mundo, lo cambia por dentro. Un poder que no se ejerce despóticamente, sino amorosamente. ¡Cristo es nuestra esperanza!

 

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