25 de septiembre: El Día del Señor

Conocemos la parábola del hombre rico y Lázaro. Un rico despreocupado que “banquetea espléndidamente,” ajeno al sufrimiento de los demás y un pobre mendigo a quien “nadie daba nada.” Dos hombres distanciados por un abismo de egoísmo e insolidaridad que, según Jesús, puede hacerse definitivo, por toda la eternidad.

Adentrémonos un poco en el pensamiento de Jesús. El rico de la parábola no es descrito como un explotador que oprime sin escrúpulos a sus siervos. No es ése su pecado. El rico es condenado sencillamente porque disfruta despreocupadamente de su riqueza, sin acercarse a la necesidad del pobre Lázaro. Esta es la convicción profunda de Jesús: la riqueza en cuanto “apropiación excluyente de la abundancia,” no hace crecer al hombre, sino que lo destruye y deshumaniza pues lo va haciendo indiferente, apático, e insolidario ante la desgracia ajena.

¿Quién es el Dios proclamado por Jesucristo? Es un Dios Padre para todos. Es un Dios que sólo quiere el bien, la dignidad, y la dicha de todos sus hijos e hijas. Es un Dios que nos mira con amor y nos regala lo que más nos conviene: su Palabra que nos guía; el Cuerpo y Sangre de su Hijo que nos alimentan; y su ternura que cuida nuestras heridas. Demos gracias a Él.

Oremos. “Padre amoroso, haznos pobres de corazón para que podamos entender a los pobres; haznos lo bastante generosos para no calcular y medir nuestros dones; y haznos agradecidos por todo lo que tú nos has dado llevando alegría y liberación a los necesitados. Todo esto te lo pedimos por Jesucristo nuestro Señor. Amén.”

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