Celebramos hoy la Virgen de los Dolores, de la Soledad, de la Piedad. María es la Madre del Crucificado. Está asociada, por sus dolores, a la muerte del Redentor. La mujer, esclava del Señor por su fe, está junto a su hijo que se hizo obediente hasta la muerte y muerte de Cruz. La que había estado alejada en los momentos de la gloria de los milagros y la seducción de la palabra, acude ahora, presurosa, en la hora del supremo dolor y de la muerte. Está aquí, como estuvo en todos los momentos difíciles, a lo largo de la vida de Jesús: en la pobreza del pesebre al nacer, en la persecución y exilio con Herodes, cuando abandonaba su familia para predicar el Reino, y cuando sufre el rechazo de los jefes políticos y religiosos.
Como Jesús, hemos de sentir cerca a María en los momentos de dolor. Ella es la madre querida de tantos hijos crucificados por la injusticia, la opresión, y el desamor. Es más, no solamente nos beneficiamos de su cercanía cuando nos aguijonea un padecimiento. Con ella, queremos ir al encuentro de los que sufren. El cristiano ha de combatir el dolor y luchar contra las causas del dolor. Más aún, los creyentes tenemos muchos resortes para transformar y transfigurar el dolor: el saber escuchar, el llevar consuelo, el infundir esperanza, el rezar con oportunidad, el estimular desde nuestra fe, y tantos recursos ayudan a hacer más buenas y más esperanzadas a las personas sufrientes.
Oremos. “O Dios, sabemos que las penas y sufrimientos son inevitables en esta vida para los que siguen a tu Hijo crucificado. Danos suficiente confianza en ti para mantenernos fieles y para creer y esperar en tu amor incluso en el abismo del sufrimiento. Danos el valor de enfrentar y asumir las dificultades de la vida y de llevar los unos las cruces de los otros, unidos a María, nuestra Madre Dolorosa, en servicio de Jesucristo, nuestro Señor. Amén.”