Hoy, como en el tiempo de los Apóstoles, las condiciones no son las mejores para descubrir a Dios. Parece, como en la barca en el lago, que hay muchas olas y parece que nos hundimos. La obscuridad del mundo (las guerras, la violencia, la injusticia…) nos lleva a pensar que hay mucho mal y sufrimiento en nuestra tierra. Y, además, están nuestros miedos personales. Nos da miedo abrir las puertas, como a los primeros discípulos. No dejamos que nos conozcan como somos, por si decepcionamos, o ven en nosotros cosas que nos avergüenzan, o se descubren nuestros miedos o errores pasados. Puede que se nos olvide cómo somos de verdad.
Jesús nos invita a superar nuestros miedos y obscuridades, para, con su ayuda, ser nosotros mismos. A ser como Dios, porque Él se hizo hombre de verdad – hasta la muerte – para resucitar. A sus primeros discípulos les ofrece pruebas muy humanas: comer con ellos y enseñarles las manos. Esas manos que les habían repartido el pan, habían expulsado demonios y acariciado niños. Manos que habían lavado sus pies, la señal de máximo amor y servicio, manos que se dejan clavar en la Cruz. Así deberían ser nuestras manos, orantes, religiosas, serviciales. “Jesús no tiene manos, tiene sólo nuestras manos,” recuerda una oración muy conocida.
Hagamos de nuestras manos unas manos como las de Jesús. Manos que no empuñan armas, como creían los que veían a Jesús como un líder guerrillero, sino que son unas manos amables, siempre abiertas, y libres para acariciar y repartir amor.