13 de marzo: La Conversión

La Cuaresma insiste en la actitud de la conversión y en sus implicaciones: el perdón, la observancia en los pequeños detalles de la vida, la apertura a los signos de la presencia de Dios y, como síntesis de todas ellas, la centralidad del amor. La conversión, en lo que tiene de arrepentimiento, implica un movimiento hacia dentro de sí, pero no puede quedarse ahí, sino que acto seguido tiene que volverse hacia Dios, hacia Jesús y, como consecuencia necesaria, hacia los demás.

No podemos contorsionar sobre nosotros mismos para encerrarnos en nuestro interior. Este es un peligro que debe ser evitado. Y este peligro no se da sólo en el nivel personal, sino también en el colectivo: como pueblo, como grupo social, y también como Iglesia. Jesús recuerda a sus paisanos (Lucas 4, 24-30, por ejemplo) que la gracia y la salvación de Dios no son asunto exclusivo de Israel, y lo hace poniendo como ejemplos de la acción salvífica a personajes, como Amán, el sirio, o la viuda de Sarepta, es decir, gente que pertenecían a pueblos ajenos a las promesas, incluso tradicionalmente enemigos de Israel. También nosotros, cristianos de este siglo, hemos de tener en cuenta esta verdad.

Oremos. “Señor Dios nuestro, confiadamente te pedimos que tengamos suficiente fe para acoger a tu Hijo en medio de nosotros en su Palabra y en los signos sencillos de pan y vino. Que nosotros y todos – dondequiera nos encontremos – aceptemos que tú vienes a nosotros con un acercamiento humano por medio de la humanidad de Jesucristo nuestro Señor. Amén.”

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